Dónde ahora hay un restaurante, creo.
Era en la calle San Miguel, al principio, un poco antes del cine Goya, que entonces era uno solo, luego fueron cuatro, y ahora no es nada.
La entrada era pequeña, y unas largas y estrechas escaleras, te introducián en un largo, larguísimo local, lleno de mesas de billares.
Cerca de cada mesa una caja en la pared con las 3 bolas para jugar, la roja, la blanca, y la blanca con un punto negro. Los tacos y las tizas a mano.
Los tapetes estaban mas o menos bien conservados, aunque las mejores mesas eran para los «fijos» y profesionales. A los chavales como yo de escasos dieciséis años, nos dejaban las mesas peores, pero no importaba.
Un anciano, o al menos nos lo parecía entonces, era el que controlaba el tiempo. Abría la caja de las bolas, y te decía las tarifas. Media hora, 30 pesetas, la hora, 50. O algo así.
Eran momentos de una extraña libertad. No sabíamos ni coger el taco, y si salía una carambola, era de eso, de carambola, pero las horas pasaban despacio, entre tapetes verdes, bolas de colores, y sonido de choque entre esferas de marfil.
Luego esas tristes escaleras te devolvían a las calles, cogías el autobús, y de vuelta a casa.
Y todo esto he recordado, asi de repente, tras ver Siete mesas de billar francés.